n de los po- tentados
burgueses
existe el ma?
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
a o baladi?
como para no rea- lizarla.
Entre cien cambios, cada uno aisladamente podra?
parecer pueril o pedante, pero juntos pueden determinar un nuevo nivel del texto.
Nun ca se ha de ser mezquino con las tachaduras. La extensi6n es indiferente, y el temor de que lo escrito no sea bastante, pueril. Por eso nada debe tenerse por valioso por el hecho de estar ahi? , escrito sobre el papel. Cuando muchas frases parecen variaciones de la misma idea, a menudo simplemente significan diferentes tentativas de plasmar algo de lo que el autor au? n no es duen? o, En cuyo caso debe eligirse la mejor formulacio? n y con ella seguir trabajando. Una de las te? cnicas del escritor es saber renunciar incluso a ideas fecundas cuando la construccio? n 10 requiere, y a cuya fuerza y plenitud precisamente contribuyen las ideas supri-
midas. Igual que en la mesa no se debe comer hasta el u? ltimo bocado ni beber la copa hasta el fondo. Seri? a sospechoso de po- breza.
83
? ? ? ? ? Quien desee evitar los cliche? s no debe limitarse a las palabras, si no quiere incurrir en vulgar coqueteri? a. La gran prosa francesa del siglo XIX era en esto particularmente susceptible. La palabra aislada raramente resulta banal: tambie? n en la mu? sica el sonido aislado resiste al abuso. Los cliche? s ma? s odiosos son ma? s bien uniones de palabras del tipo de las que Karl Kraus puso en la picota: perfectamente construidas y discurridas, como queriendo valer para todos los tiempos. Porque en ellas rumorea el inerte
flujo de un lenguaje cansino, lo que sucede cuando el escritor no opone mediante la precisio? n de la palabra la resistencia debida donde el lenguaje tiende a destacarse. Pero esto no vale so? lo para las uniones de palabras, sino hasta para la construccio? n de formas enteras. Si un diale? ctico, pongamos por caso, procediera a remar- car los pasos del pensamiento en su avance comenzando tras cada cesura con un pero, el esquema literario desmentirla el propo? sito eesquern e? rico del razonamiento.
El fa? rrago no es ningu? n bosque sagrado. Siempre es un deber eliminar las dificultades, que so? lo surgen de la comodidad en la autocomprensio? n. No basta distinguir sin ma? s entre la voluntad de escribir en forma densa y adecuada a la profundidad del obje- to, la tentacio? n de lo particular y la pretenciosa despreocupacio? n: la insistencia de la desconfianza siempre es saludable. Quien no quiera precisamente hacer ninguna concesio? n a la estupidez del sano sentido comu? n, debe evitar adornar estili? sticamente ideas que de por si tiran a la banalidad. Las trivialidades de Locke no
justifican el modo cri? ptico de Hamann.
Aun no teniendo ma? s que reparos mfnimos contra un trabajo concluido sin importar su extensio? n, hay que tomarlos en serio como pocas cosas, y ello independientemente de toda atencio? n a la relevancia que puedan tener . La carga afectiva del texto y la vanidad tienden a minimizar todo reproche. Lo que se deja pasar como un escru? pulo menor puede denotar el escaso valor objetivo de la totalidad.
La procesio? n de Echternach . . . no es la marcha del espi? rit u del mundo, ni la limitacio? n y la retraccio? n los medios para represen- tar la diale? ctica. Esta se mueve antes bien entre los extremos, y
. . . Procesio? n del martes de Pentecoste? s en la localidad luxemburguesa de Echternach, que avanza dando tres pasos adelante ji dos saltos atra? s.
[N. dd T. ]
mediante consecuencias extremas impulsa al pensamiento a lo opuesto en lugar de cualificarlo. La prudencia que prohi? be ir de- masiado lejos en una sentencia, casi siempre es un agente del control de la sociedad, y, por tanto, del entontecimiento general.
Escepticismo ante la objecio? n predilecta de que un texto o una expresio? n son <<demasiado bellos>>. El respeto por el tema, y aun por el sufrimiento, con frecuencia no hace ma? s que racionalizar el rencor contra aquel a quien le resulta insoportable encontrar en la forma cosificada del lenguaje la huella de lo que los hom- bres padecen, la huella de la indignidad. El suen? o de una exis- tencia sin ignominia que se afirma en el lenguaje apasionado, cuando se le impide perfilarse en un contenido, debe ser disimu- ladamente ahogado. El escritor no puede aceptar la distincio? n entre expresio? n bella y expresio? n exacta. Ni debe creerla en el receloso cri? tico ni tolerarla en si? mismo. Si consigue decir lo que piensa, en ello hay ya belleza. En la expresio? n, la belleza por la belleza nunca es <<demasiado bella>>, sino ornamental, artificial, odiosa. Peto quien con el pretexto de estar absorto en el tema renuncia a la pureza de la expresio? n, lo que hace es traicionarlo.
Los textos decorosamente elaborados son como las telaran? as: consistentes, conce? ntricos, transparentes, bien trabados y bien fija. dos. Capturan todo cuanto por ahi? vuela. Las meta? foras que fugi-
tivamente pasan por ellos se convierten en nutritiva presa. Hacia ellos acuden todos los materiales. La solidez de una concepcio? n puede juzgarse observando si recurre en demasi? a a las citas. Cuan- do el pensamiento ha abierto un compartimiento de la realidad, debe penetrar sin violencia del sujeto en el contiguo. Su relacio? n con el objeto se confirma en cuanto otros objetos van cristalizando en torno suyo. Con la luz que enfoca hada su objeto particular empiezan a brillar otros ma? s.
El escritor se organiza en su texto como lo hace en su propia casa. Igual que con sus papeles, libros, la? pices, carpetas, que lleva de un cuarto a otro produciendo cierto desorden, de ese mismo modo se conduce en sus pensamientos . Para e? l vienen a ser como muebles en los que se acomoda, a gusto o a disgusto. Los acaricia con delicadeza, se sirve de ellos, los revuelve, los cambia de sitio, los deshace. Quien ya no tiene ninguna patria, halla en el escribir su lugar de residencia. Y en e? l inevitablemente produce, como en su tiempo la familia, desechos y amontonamientos. Pero ya no dis.
84
85
? ? ? ? ? pone de desva? n y le es sobremanera difi? cil desprenderse de la escoria. De modo que al tener que estar quita? ndosela de delante corre el riesgo de acabar llenando sus pa? ginas de ella. La obliga- ci6n de resistir a la compasio? n de si? mismo incluye la exigencia te? cnica de hacer frente con extrema alerta al relajamiento de la tensio? n intelectual y de eliminar todo cuanto tiende a fijarse como una costra en el trabajo, todo cuanto discurre en el vaci? o y todo lo que quiza? en un estadio anterior se desarrollaba, crea? ndola, en la ca? lida atmo? sfera de una charla, pero que ahora queda atra? s como jdgo mustio e insi? pido. Al final el escritor no podra? ya ni habitar en sus escritos.
52
De do? nde traelacigu? en? aa los nin? os. -Cada ser humano tiene un prototipo en los cuentos; no hay ma? s que ponerse a buscarlo. Ahi? esta? la bella que pregunta al espejo si es la ma? s bella de ro- das, como la reina de Blancanievcs. Es ansiosa y descontentadiza hasta la muerte; fue creada a imagen de la cabra que repite una y' otra vez: <<Estoy harta, no quiero una hoja ma? s, meeh. >> Ah! esta? el hombre lleno de preocupaciones, pero incansable, parecido a la vieja y arrugada mujer del len? ador, que encuentra al buen Dios sin saberlo y es bendecida junto con todos los suyos por haberle ayudado. Otro es el hombre que de moro recorre el mun- do en busca de fortuna, vence a muchos gigantes, pero acaba sus di? as en Nueva York. Una se interna en la jungla de la ciudad cual Caperucita lleva? ndole a la abuela un pedazo de pastel y una
botella de vino, y no es otra la que se desnuda para el amor con la misma infantil inocencia que la nin? a de los ta? leros de plata. El pillo descubre su poderosa alma salvaje, no puede perderse con los amigos, forma el grupo de mu? sicos de Bremen, lo conduce a la cueva de los ladrones, gana en astucia a los maleantes, pero ter- mina volviendo a casa. Con ojos anhelosos contempla el rey rana, un snob incurable, a la princesa y no puede renunciar a la espe- ranza de que lo libere.
53
Proezas. - L os ha? bitos idioma? ticos de Schiller recuerdan al jo-
ven de origen humilde que ti? midamente empieza a hacerse oi? r en 86
la buena sociedad para adquirir notoriedad: modestos e insolen, r tes. La verbosidad y la senrenci? osi? dad alemanas son imitaciones de los franceses, pero practicadas en la mesa de tertulias. El pe-
quen? o burg~e? s que se identifica con el poder que no tiene y a base de arrogancia lo agranda hasta el espfritu absoluto y el absoluto horror, se hace destacar mediante exigencias infinitas e inflexibles. Entre lo humanamente grandioso y sublime, que tienen en comu? n todos los idealistas, que siempre quieren pisotear inhumanamente lo pequen? o como mera existencia, y la ruda ostentacio?
n de los po- tentados burgueses existe el ma? s intimo acuerdo. Es propio de la categori? a de los gigantes del espi? ritu el rei? r estruendosamente el explotar, el destrozar. Cuando hablan de creaci o? n se refieren a la voluntad convulsiva de la que se hinchan para forzar las cues-
tiones: del primado de la rezo? n pra? ctica al odio a la teori? a no ha habido ~unca. ma? s que un paso. Esta dina? mica es propia de toda marcha idealista del pensamiento: hasta el esfuerzo inmenso de Hegel de detenerla por medio de si? misma sucumbio? a ella. Pre- tender deducir el mundo en palabras a partir de un principio es la forma de comportamiento propia del que quiere usurpar el po- der en lugar de oponerle resistencia. Los usurpadores dietan fre. cuente ocupacio? n a Schiller. En la glorificacio? n clasicista de la sobe. ranla sobre la naturaleza se refleja lo vulgar e inferior por medie de la sistema? tica aplicacio? n de la negacio? n. Inmediatamente
detra? s del ideal esta? la vida. Los aromas de las rosas del Eli? seo demasiado beatificados para atribuirlos a la experiencia de una u? ni- ca rosa, h. uelen a tabaco de oficina, y el mi? stico requisito lunar se ~reo? a Imagen de la la? mpara de aceite a cuya exigua luz el es- rudiante suda preparando su examen. La debilidad ya utilizo? su fuerza para denunciar como i? deologja las concepciones de la bur- guesi? a supuestamente ascendente en los tiempos en que tronaba contra la tirani? a . En el ma? s i? ntimo recinto del humanismo, en lo que es su verdadera alma, se agita prisionera la fiera humana que
con el fascismo convertira? el mundo en prisio? n.
54
Los bandidoJ. - EI kantiano Schiller es en igual medida menos sensual y m~s sensual que Goethe: tan abstracto como el que cae en la sexualidad . Esta, como deseo inmediato, convierte a todo en objeto de su accio? n, y de esa manera lo hace igual <<Ameli? a para la bandas-e, ante 10 cual Luisa se pone alimonada. Las muje-
87
? ? ? ? ? ? ? ? res de Casanova, que no por caso aparecen a menudo con inicia- les en lugar de nombres, apenas se dislinguen unas de otras, como tampoco las figuras que al compa? s del o? rgano meca? nico de Sade forman complicadas pira? mides. Algo de e? sta crudeza sexual, de esta incapacidad para distinguir, hay tambie? n en los grandes siste- mas especulativos del idealismo, pese a todos los imperativos, y que encadena el espi? ritu alema? n con la barbarie alemana. El ardor del campesino, a duras penas mantenido a raya por las amenazas de los cle? rigos, defendio? como algo auto? nomo en la metafi? sica su derecho a reducir a su esencia propia todo lo que se le oponi? a con tan pocos escru? pulos como los lansquenetes a las mujeres de la ciudad conquistada. La pura accio? n (Tathandlung) es la vileza proyectada en <le! cielo estrellado sobre nosotros>>. En cambio la mirada de largo alcance, contemplativa, ante la que se despliegan los hombres y las cosas, es siempre aquella en la que el impulso hacia el objeto queda detenido y sujeto a reflexio? n. La contem- placio? n exenta de violencia, de la que procede todo el gozo de la verdad, esta? sujeta a la condicio? n de que el contemplador no se asimile al objeto. Es la proximidad de la distancia. 5610 porque Tasso, al que los psicoanalistas atribuiri? an un cara? cter destructivo, se acobardaba ante la princesa y fue, como civilizado, vi? ctima de la imposibilidad de lo inmediato, hablan Adelaida, Clara y Margarita el lenguaje directo y desembarazado que las convierte en imagen de la prehistoria. El reflejo de lo vital en las mujeres de Goerbe hubo de pagarse con la renuncia y el alejamiento, y hay en ello algo superior a la mera resignacio? n ante la victoria del orden. La contrafigura absoluta, si? mbolo de la unidad de lo sensual y lo abs- tracto, es Don Juan. Cuando Kerkegaard deci? a que en e? l la sen- sualidad era so? lo principio, palpaba el escrero de la sensualidad misma. En la ri? gida perspectiva de e? sta se halla, en tanto que no deja lugar al conocimiento de si? mismo, lo ano? nimo}' desdichada- mente universal que, en el negativo de la renovada sobcranla del pensamiento, fatalmente se reproduce.
55
* Palabra que significa baile en corro y que metafo? ricamente sintetiza las situaciones creadas en la obra: las relaciones de la prostituta con el sol-
presenta la risuen? a contrafigura de la puritana- , le dice: <<Anda, ? por que? no tocas el piano? >> Ella ni desconoce la finalidad de la proposicio? n ni se resiste propiamente. Su reaccio? n pertenece a un plano ma? s profundo que el de las barreras convencionales o psico- lo? gicas. Delata la frigidez arcaica, el temor del animal hembra al aparcamiento, que no le produce sino dolor. El placer es una ad-
quisicio? n tardi? a, apenas ma? s antigua que la conciencia. Cuando se observa co? mo los animales se unen compulsivameme, como bajo un hechizo, se comprende que decir <<En el gusano alienta ya el placer>> * es una mentira idealista ma? s, por lo menos en 10 que concierne a las jo? venes que viven el amor desde la falta de liber- tad y no lo conocen sino como objeto de coaccio? n, Algo de esto ha permanecido en las mujeres, especialmente en las de la peque- n? a burguesi? a, hasta la era industrial tardi? a. El recuerdo del antiguo trauma pervive a pesar de que el dolor fi? sico y el temor inmediato han sido eliminados por la civilizacio? n. La sociedad continu? a red u-
ciendo la ent rega femenina a la condicio? n de sacrificio de la que libero? a las mujeres. Ningu? n hombre que hiciera proposiciones a una infeliz muchacha dejari? a de reconocer en la oposicio? n de e? sta - a menos que se halle embrutecido-e, el mudo momento de su derecho a la u? nica prerrogativa que concede la sociedad patriarcal a la mujer, la cual, una vez persuadida tras el breve triunfo del <<no>> debe automa? ticamente cargar con las consecuencias. Ella sabe que, desde los ori? genes, por ser la que consiente es al mismo riem. po la engan? ada. Y si a causa de ello se repliega en si? misma, tanto ma? s se engan? ara? . Esto es 10 que encierra el consejo a la novicia
que Wedekind pone en boca de la madama de un burdel: <<So? lo
hay un camino en este mundo para ser feliz, y es hacerlo todo
porque los dema? s sean lo ma? s felices posible. ? El placer propio
tiene como condicio? n un rebajarse sin li? mites, situacio? n de la que
las mujeres, por su temor arcaico, son tan poco duen? as como los
hombres en su presuncio? n. No so? lo la posibilidad objetiva, tamo
bie? n la capacidad subjetiva de felicidad pertenece primariamente a la libertad.
dado, de e? ste con la doncella, de la misma con el ioven caballero, de tal caballero con 111 dama soltera, de e? sta con el hombrc casado y as! hasta Cerrar el corro con las relaciones del conde con la meretriz. Escrita en 1897, su intencio? n era la de mostrar la igualdad de los hombres baio el impulso sexual. [N. del T. ]
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? ? ? 56
ArboJ genea16gico. -Entre Ibsen y S/ruwwdpeur " existe la ma? s profunda afinidad. Esta es del mismo ge? nero que el inva- riable parecido de las instanta? neas de todos los caracteres que llc- nan todos los a? lbumes del siglo 'xIX . ? No es Zappel-Philipp **, por el que pueden pasar los espectros, un verdadero drama fami- liar? ? No describen los versos . y la madre miraba callada I a cada lado de la mesa>> . . . . los aires de la esposa del banquero Bork- man? ? A que? puede atribuirse que Suppen-Kaspar ** acabe con- sumido sino a los pecados de su padre y a la memoria heredada de la culpa? A Priedericb ** el furioso le hace tomar el doctor Stockmann, el enemigo del pueblo, que para aleccionarle le da al perro su salchicha, la amarga pero curativa medicina. Pau/in- chen ** jugando con los f o? sforo s es la fotografi? a coloreada de la pequen? a HiLJe Wangel de la e? poca en que su madrastra, la dama del mar, la dejo?
Nun ca se ha de ser mezquino con las tachaduras. La extensi6n es indiferente, y el temor de que lo escrito no sea bastante, pueril. Por eso nada debe tenerse por valioso por el hecho de estar ahi? , escrito sobre el papel. Cuando muchas frases parecen variaciones de la misma idea, a menudo simplemente significan diferentes tentativas de plasmar algo de lo que el autor au? n no es duen? o, En cuyo caso debe eligirse la mejor formulacio? n y con ella seguir trabajando. Una de las te? cnicas del escritor es saber renunciar incluso a ideas fecundas cuando la construccio? n 10 requiere, y a cuya fuerza y plenitud precisamente contribuyen las ideas supri-
midas. Igual que en la mesa no se debe comer hasta el u? ltimo bocado ni beber la copa hasta el fondo. Seri? a sospechoso de po- breza.
83
? ? ? ? ? Quien desee evitar los cliche? s no debe limitarse a las palabras, si no quiere incurrir en vulgar coqueteri? a. La gran prosa francesa del siglo XIX era en esto particularmente susceptible. La palabra aislada raramente resulta banal: tambie? n en la mu? sica el sonido aislado resiste al abuso. Los cliche? s ma? s odiosos son ma? s bien uniones de palabras del tipo de las que Karl Kraus puso en la picota: perfectamente construidas y discurridas, como queriendo valer para todos los tiempos. Porque en ellas rumorea el inerte
flujo de un lenguaje cansino, lo que sucede cuando el escritor no opone mediante la precisio? n de la palabra la resistencia debida donde el lenguaje tiende a destacarse. Pero esto no vale so? lo para las uniones de palabras, sino hasta para la construccio? n de formas enteras. Si un diale? ctico, pongamos por caso, procediera a remar- car los pasos del pensamiento en su avance comenzando tras cada cesura con un pero, el esquema literario desmentirla el propo? sito eesquern e? rico del razonamiento.
El fa? rrago no es ningu? n bosque sagrado. Siempre es un deber eliminar las dificultades, que so? lo surgen de la comodidad en la autocomprensio? n. No basta distinguir sin ma? s entre la voluntad de escribir en forma densa y adecuada a la profundidad del obje- to, la tentacio? n de lo particular y la pretenciosa despreocupacio? n: la insistencia de la desconfianza siempre es saludable. Quien no quiera precisamente hacer ninguna concesio? n a la estupidez del sano sentido comu? n, debe evitar adornar estili? sticamente ideas que de por si tiran a la banalidad. Las trivialidades de Locke no
justifican el modo cri? ptico de Hamann.
Aun no teniendo ma? s que reparos mfnimos contra un trabajo concluido sin importar su extensio? n, hay que tomarlos en serio como pocas cosas, y ello independientemente de toda atencio? n a la relevancia que puedan tener . La carga afectiva del texto y la vanidad tienden a minimizar todo reproche. Lo que se deja pasar como un escru? pulo menor puede denotar el escaso valor objetivo de la totalidad.
La procesio? n de Echternach . . . no es la marcha del espi? rit u del mundo, ni la limitacio? n y la retraccio? n los medios para represen- tar la diale? ctica. Esta se mueve antes bien entre los extremos, y
. . . Procesio? n del martes de Pentecoste? s en la localidad luxemburguesa de Echternach, que avanza dando tres pasos adelante ji dos saltos atra? s.
[N. dd T. ]
mediante consecuencias extremas impulsa al pensamiento a lo opuesto en lugar de cualificarlo. La prudencia que prohi? be ir de- masiado lejos en una sentencia, casi siempre es un agente del control de la sociedad, y, por tanto, del entontecimiento general.
Escepticismo ante la objecio? n predilecta de que un texto o una expresio? n son <<demasiado bellos>>. El respeto por el tema, y aun por el sufrimiento, con frecuencia no hace ma? s que racionalizar el rencor contra aquel a quien le resulta insoportable encontrar en la forma cosificada del lenguaje la huella de lo que los hom- bres padecen, la huella de la indignidad. El suen? o de una exis- tencia sin ignominia que se afirma en el lenguaje apasionado, cuando se le impide perfilarse en un contenido, debe ser disimu- ladamente ahogado. El escritor no puede aceptar la distincio? n entre expresio? n bella y expresio? n exacta. Ni debe creerla en el receloso cri? tico ni tolerarla en si? mismo. Si consigue decir lo que piensa, en ello hay ya belleza. En la expresio? n, la belleza por la belleza nunca es <<demasiado bella>>, sino ornamental, artificial, odiosa. Peto quien con el pretexto de estar absorto en el tema renuncia a la pureza de la expresio? n, lo que hace es traicionarlo.
Los textos decorosamente elaborados son como las telaran? as: consistentes, conce? ntricos, transparentes, bien trabados y bien fija. dos. Capturan todo cuanto por ahi? vuela. Las meta? foras que fugi-
tivamente pasan por ellos se convierten en nutritiva presa. Hacia ellos acuden todos los materiales. La solidez de una concepcio? n puede juzgarse observando si recurre en demasi? a a las citas. Cuan- do el pensamiento ha abierto un compartimiento de la realidad, debe penetrar sin violencia del sujeto en el contiguo. Su relacio? n con el objeto se confirma en cuanto otros objetos van cristalizando en torno suyo. Con la luz que enfoca hada su objeto particular empiezan a brillar otros ma? s.
El escritor se organiza en su texto como lo hace en su propia casa. Igual que con sus papeles, libros, la? pices, carpetas, que lleva de un cuarto a otro produciendo cierto desorden, de ese mismo modo se conduce en sus pensamientos . Para e? l vienen a ser como muebles en los que se acomoda, a gusto o a disgusto. Los acaricia con delicadeza, se sirve de ellos, los revuelve, los cambia de sitio, los deshace. Quien ya no tiene ninguna patria, halla en el escribir su lugar de residencia. Y en e? l inevitablemente produce, como en su tiempo la familia, desechos y amontonamientos. Pero ya no dis.
84
85
? ? ? ? ? pone de desva? n y le es sobremanera difi? cil desprenderse de la escoria. De modo que al tener que estar quita? ndosela de delante corre el riesgo de acabar llenando sus pa? ginas de ella. La obliga- ci6n de resistir a la compasio? n de si? mismo incluye la exigencia te? cnica de hacer frente con extrema alerta al relajamiento de la tensio? n intelectual y de eliminar todo cuanto tiende a fijarse como una costra en el trabajo, todo cuanto discurre en el vaci? o y todo lo que quiza? en un estadio anterior se desarrollaba, crea? ndola, en la ca? lida atmo? sfera de una charla, pero que ahora queda atra? s como jdgo mustio e insi? pido. Al final el escritor no podra? ya ni habitar en sus escritos.
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De do? nde traelacigu? en? aa los nin? os. -Cada ser humano tiene un prototipo en los cuentos; no hay ma? s que ponerse a buscarlo. Ahi? esta? la bella que pregunta al espejo si es la ma? s bella de ro- das, como la reina de Blancanievcs. Es ansiosa y descontentadiza hasta la muerte; fue creada a imagen de la cabra que repite una y' otra vez: <<Estoy harta, no quiero una hoja ma? s, meeh. >> Ah! esta? el hombre lleno de preocupaciones, pero incansable, parecido a la vieja y arrugada mujer del len? ador, que encuentra al buen Dios sin saberlo y es bendecida junto con todos los suyos por haberle ayudado. Otro es el hombre que de moro recorre el mun- do en busca de fortuna, vence a muchos gigantes, pero acaba sus di? as en Nueva York. Una se interna en la jungla de la ciudad cual Caperucita lleva? ndole a la abuela un pedazo de pastel y una
botella de vino, y no es otra la que se desnuda para el amor con la misma infantil inocencia que la nin? a de los ta? leros de plata. El pillo descubre su poderosa alma salvaje, no puede perderse con los amigos, forma el grupo de mu? sicos de Bremen, lo conduce a la cueva de los ladrones, gana en astucia a los maleantes, pero ter- mina volviendo a casa. Con ojos anhelosos contempla el rey rana, un snob incurable, a la princesa y no puede renunciar a la espe- ranza de que lo libere.
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Proezas. - L os ha? bitos idioma? ticos de Schiller recuerdan al jo-
ven de origen humilde que ti? midamente empieza a hacerse oi? r en 86
la buena sociedad para adquirir notoriedad: modestos e insolen, r tes. La verbosidad y la senrenci? osi? dad alemanas son imitaciones de los franceses, pero practicadas en la mesa de tertulias. El pe-
quen? o burg~e? s que se identifica con el poder que no tiene y a base de arrogancia lo agranda hasta el espfritu absoluto y el absoluto horror, se hace destacar mediante exigencias infinitas e inflexibles. Entre lo humanamente grandioso y sublime, que tienen en comu? n todos los idealistas, que siempre quieren pisotear inhumanamente lo pequen? o como mera existencia, y la ruda ostentacio?
n de los po- tentados burgueses existe el ma? s intimo acuerdo. Es propio de la categori? a de los gigantes del espi? ritu el rei? r estruendosamente el explotar, el destrozar. Cuando hablan de creaci o? n se refieren a la voluntad convulsiva de la que se hinchan para forzar las cues-
tiones: del primado de la rezo? n pra? ctica al odio a la teori? a no ha habido ~unca. ma? s que un paso. Esta dina? mica es propia de toda marcha idealista del pensamiento: hasta el esfuerzo inmenso de Hegel de detenerla por medio de si? misma sucumbio? a ella. Pre- tender deducir el mundo en palabras a partir de un principio es la forma de comportamiento propia del que quiere usurpar el po- der en lugar de oponerle resistencia. Los usurpadores dietan fre. cuente ocupacio? n a Schiller. En la glorificacio? n clasicista de la sobe. ranla sobre la naturaleza se refleja lo vulgar e inferior por medie de la sistema? tica aplicacio? n de la negacio? n. Inmediatamente
detra? s del ideal esta? la vida. Los aromas de las rosas del Eli? seo demasiado beatificados para atribuirlos a la experiencia de una u? ni- ca rosa, h. uelen a tabaco de oficina, y el mi? stico requisito lunar se ~reo? a Imagen de la la? mpara de aceite a cuya exigua luz el es- rudiante suda preparando su examen. La debilidad ya utilizo? su fuerza para denunciar como i? deologja las concepciones de la bur- guesi? a supuestamente ascendente en los tiempos en que tronaba contra la tirani? a . En el ma? s i? ntimo recinto del humanismo, en lo que es su verdadera alma, se agita prisionera la fiera humana que
con el fascismo convertira? el mundo en prisio? n.
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Los bandidoJ. - EI kantiano Schiller es en igual medida menos sensual y m~s sensual que Goethe: tan abstracto como el que cae en la sexualidad . Esta, como deseo inmediato, convierte a todo en objeto de su accio? n, y de esa manera lo hace igual <<Ameli? a para la bandas-e, ante 10 cual Luisa se pone alimonada. Las muje-
87
? ? ? ? ? ? ? ? res de Casanova, que no por caso aparecen a menudo con inicia- les en lugar de nombres, apenas se dislinguen unas de otras, como tampoco las figuras que al compa? s del o? rgano meca? nico de Sade forman complicadas pira? mides. Algo de e? sta crudeza sexual, de esta incapacidad para distinguir, hay tambie? n en los grandes siste- mas especulativos del idealismo, pese a todos los imperativos, y que encadena el espi? ritu alema? n con la barbarie alemana. El ardor del campesino, a duras penas mantenido a raya por las amenazas de los cle? rigos, defendio? como algo auto? nomo en la metafi? sica su derecho a reducir a su esencia propia todo lo que se le oponi? a con tan pocos escru? pulos como los lansquenetes a las mujeres de la ciudad conquistada. La pura accio? n (Tathandlung) es la vileza proyectada en <le! cielo estrellado sobre nosotros>>. En cambio la mirada de largo alcance, contemplativa, ante la que se despliegan los hombres y las cosas, es siempre aquella en la que el impulso hacia el objeto queda detenido y sujeto a reflexio? n. La contem- placio? n exenta de violencia, de la que procede todo el gozo de la verdad, esta? sujeta a la condicio? n de que el contemplador no se asimile al objeto. Es la proximidad de la distancia. 5610 porque Tasso, al que los psicoanalistas atribuiri? an un cara? cter destructivo, se acobardaba ante la princesa y fue, como civilizado, vi? ctima de la imposibilidad de lo inmediato, hablan Adelaida, Clara y Margarita el lenguaje directo y desembarazado que las convierte en imagen de la prehistoria. El reflejo de lo vital en las mujeres de Goerbe hubo de pagarse con la renuncia y el alejamiento, y hay en ello algo superior a la mera resignacio? n ante la victoria del orden. La contrafigura absoluta, si? mbolo de la unidad de lo sensual y lo abs- tracto, es Don Juan. Cuando Kerkegaard deci? a que en e? l la sen- sualidad era so? lo principio, palpaba el escrero de la sensualidad misma. En la ri? gida perspectiva de e? sta se halla, en tanto que no deja lugar al conocimiento de si? mismo, lo ano? nimo}' desdichada- mente universal que, en el negativo de la renovada sobcranla del pensamiento, fatalmente se reproduce.
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* Palabra que significa baile en corro y que metafo? ricamente sintetiza las situaciones creadas en la obra: las relaciones de la prostituta con el sol-
presenta la risuen? a contrafigura de la puritana- , le dice: <<Anda, ? por que? no tocas el piano? >> Ella ni desconoce la finalidad de la proposicio? n ni se resiste propiamente. Su reaccio? n pertenece a un plano ma? s profundo que el de las barreras convencionales o psico- lo? gicas. Delata la frigidez arcaica, el temor del animal hembra al aparcamiento, que no le produce sino dolor. El placer es una ad-
quisicio? n tardi? a, apenas ma? s antigua que la conciencia. Cuando se observa co? mo los animales se unen compulsivameme, como bajo un hechizo, se comprende que decir <<En el gusano alienta ya el placer>> * es una mentira idealista ma? s, por lo menos en 10 que concierne a las jo? venes que viven el amor desde la falta de liber- tad y no lo conocen sino como objeto de coaccio? n, Algo de esto ha permanecido en las mujeres, especialmente en las de la peque- n? a burguesi? a, hasta la era industrial tardi? a. El recuerdo del antiguo trauma pervive a pesar de que el dolor fi? sico y el temor inmediato han sido eliminados por la civilizacio? n. La sociedad continu? a red u-
ciendo la ent rega femenina a la condicio? n de sacrificio de la que libero? a las mujeres. Ningu? n hombre que hiciera proposiciones a una infeliz muchacha dejari? a de reconocer en la oposicio? n de e? sta - a menos que se halle embrutecido-e, el mudo momento de su derecho a la u? nica prerrogativa que concede la sociedad patriarcal a la mujer, la cual, una vez persuadida tras el breve triunfo del <<no>> debe automa? ticamente cargar con las consecuencias. Ella sabe que, desde los ori? genes, por ser la que consiente es al mismo riem. po la engan? ada. Y si a causa de ello se repliega en si? misma, tanto ma? s se engan? ara? . Esto es 10 que encierra el consejo a la novicia
que Wedekind pone en boca de la madama de un burdel: <<So? lo
hay un camino en este mundo para ser feliz, y es hacerlo todo
porque los dema? s sean lo ma? s felices posible. ? El placer propio
tiene como condicio? n un rebajarse sin li? mites, situacio? n de la que
las mujeres, por su temor arcaico, son tan poco duen? as como los
hombres en su presuncio? n. No so? lo la posibilidad objetiva, tamo
bie? n la capacidad subjetiva de felicidad pertenece primariamente a la libertad.
dado, de e? ste con la doncella, de la misma con el ioven caballero, de tal caballero con 111 dama soltera, de e? sta con el hombrc casado y as! hasta Cerrar el corro con las relaciones del conde con la meretriz. Escrita en 1897, su intencio? n era la de mostrar la igualdad de los hombres baio el impulso sexual. [N. del T. ]
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ArboJ genea16gico. -Entre Ibsen y S/ruwwdpeur " existe la ma? s profunda afinidad. Esta es del mismo ge? nero que el inva- riable parecido de las instanta? neas de todos los caracteres que llc- nan todos los a? lbumes del siglo 'xIX . ? No es Zappel-Philipp **, por el que pueden pasar los espectros, un verdadero drama fami- liar? ? No describen los versos . y la madre miraba callada I a cada lado de la mesa>> . . . . los aires de la esposa del banquero Bork- man? ? A que? puede atribuirse que Suppen-Kaspar ** acabe con- sumido sino a los pecados de su padre y a la memoria heredada de la culpa? A Priedericb ** el furioso le hace tomar el doctor Stockmann, el enemigo del pueblo, que para aleccionarle le da al perro su salchicha, la amarga pero curativa medicina. Pau/in- chen ** jugando con los f o? sforo s es la fotografi? a coloreada de la pequen? a HiLJe Wangel de la e? poca en que su madrastra, la dama del mar, la dejo?
