a en ellos instrumentos para influir sobre el curso del mundo con un poder
arrebatado
al propio mundo.
Adorno-Theodor-Minima-Moralia
- Artistas como George rechaza- ron e!
verso libre por considerarlo contrario a la forma, producto hi?
brido de expresio?
n contenida y prosa.
Pero Goethe y los himnos posteriores de Holderlin lo desmienten.
Su visio?
n te?
cnica toma e!
verso libre tal como se ofrece.
Hacen oi?
dos sordos a la historia, que configura e!
verso en su expresio?
n.
So?
lo en la e?
poca de su deca- dencia los ritmos libres se reducen a peri?
odos de prosa de tonos elevados puestos unos tras otros.
Donde e!
verso libre aparece como forma con esencia propia, se trata de un verso que se sale de la apretada estrofa y trasciende la subjetividad.
Vuelve el patbos del metron contra la pretensio?
n misma de e?
ste cual estricta negacio?
n de lo demasiado estricto, del mismo modo que la prosa musical emancipada de la simetri?
a de la octava debe su emancipa.
cio? n a los inexorables principios constructivos que maduraron en la articulacio? n de la regularidad tonal. En los ritmos libres hablan las ruinas de las primorosas estrofas antiguas no sujetas a la rima. Estos parecen a las lenguas nuevas extran? os, y en virtud de esa extran? eza sirven a la expresio? n de todo lo que no se agota en la comunicacio? n. Pero ceden irremediablemente a la marea de las lenguas en los que esta? n compuestos. So? lo de modo fragmentario, en medio del reino de la comunicacio? n y sin que ningu? n albedri? o los separe de e? l, implican distancia y estilizacio? n - de inco? gnito y sin privilegios- hasta en una li? rica como la de Trakl, donde las olas del suen? o anegan los desvalidos versos. No en vano fue la e? poca de los ritmos libres la de la Revolucio? n francesa, la de! em- pate entre la dignidad y la igualdad humanas. ? Pero no se asimila el procedimiento consciente de tales versos a la ley a que obedece el lenguaje en general en su historia inconsciente? ? No es toda prosa elaborada propiamente un sistema de ritmos libres, el in-
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223
? ? ? rento de llegar a un ajuste entre el ma? gico encantamiento de lo absoluto y la negacio? n de su apariencia, un esfuerzo del espi? ritu dirigido a salvar el poder metafi? sico de la expresio? n procediendo a su secularizacio? n? Si ello es asi? , arrojari? a un rayo de esperanza sobre el trabajo de Si? sifo que todo escritor en prosa toma sobre si? desde que la desmitificacio? n se convirtio? en destruccio? n del len- guaje mismo. El quijotismo literario se ha tornado un imperativo porque todo peri? odo textual contribuye a decidir si el lenguaje como tal estaba desde los tiempos primitivos ambiguamente a mero ced de la explotacio? n y la mentira consagrada que In acompan? aba o si iba preparando el texto sagrado al tiempo que desestimaba el elemento sacral del que vivi? a. El asce? tico enclaustramiento en la prosa frente al verso no es sino la evocacio? n del canto.
143
In nuce. -La misio? n del arte hoy es introducir el caos en el
orden.
La productividad arti? stica es la capacidad de lo arbitrario
(Wil/ku? r) dentro de lo maquinal (unwi//ku? rlich).
El arte es magia liberada de la mentira de ser verdad.
Si las obras de arte realmente descienden de los fetiches, ? pue- de reproch e? rseles a los artistas el que se comporten respecto a sus productos de manera un tanto fetichista?
La forma arti? stica que, como representacio? n de la idea, desde los tiempos ma? s antiguos reclama para si? la suprema espiritualiza- cio? n, el drama, esta? a la vez, en virtud de sus supuestos ma? s Intimes, inexorablemente dirigida a un pu? blico.
Si, como dice Benjamin, en la pintura y la escultura el mudo lenguaje de las cosas aparece traducido a otro superior, pero simi- lar, entonces puede admitirse con respecto a la mu? sica que ella salva al nombre como puro sonido, mas al precio de separarlo de las cosas.
Acaso el concepto estricto y puro del arte so? lo quepa extraer- lo de la mu? sica, por cuanto que en la gran literatura y la gran
pintura - la grande precisamente- hay impli? cito un componente material que desborda la jurisdiccio? n este? tica sin quedar disuelto en la autonomi? a de la forma. Cuanto ma? s profunda y consecuente es la este? tica, menos adecuada es para dar cuenta, por ejemplo, de las novelas ma? s significativas del siglo XIX. Hegel percibio? este intere? s en su pole? mica cont ra Kant .
La creencia propagada por los este? ticos de que la obra de arte hay que entenderla puramente desde si? misma como objeto de in- tuicio? n inmediata, carece de soste? n. Su limitacio? n no esta? sola- mente en los presupuestos culturales de una creacio? n, en su <<len- guaje>>, que so? lo el iniciado puede asimilar. Porque incluso cuando no aparecen dificultades en ese orden, la obra de arte exige algo me? s que el abandonarse a ella. El que llega a encontrar bello el <<murcie? lago>> tiene que saber lo que es el <<murcie? lago>>: tuvo que haberle explicado su madre que no se trata del animal vola- dor, sino de un disfraz; tiene que recordar que una vez le dijo: ma- n? ana podra? s vestirte de murcie? lago. Seguir la tradicio? n significaba experimentar la obra arti? stica como algo aprobado, vigente; Pet- ticipar en ella de las reacciones de todos los que la vieron con anterioridad. Cuando ello se acaba, la obra aparece en toda su desnudez con sus imperfecciones. El acto pasa del ritual a la idio- tez, y la mu? sica de constituir un canon de evoluciones con sentido a volverse rancia e insi? pida. Entonces ya no es tan bella. En esto basa la cultura de masas su derecho a la adaptacio? n, La debilidad
de toda cultura tradicional arrancada de su tradicio? n proporciona el pretexto para mejorarla, y de ese modo estropearla ba? rbaramente.
Lo consolador de las grandes obras de arte esta? menos en lo que dicen que en el hecho de que consiguieran arrancarse de la existencia. La esperanza esta? , primordialmente, en los que no ha- llan consuelo.
Kafka: el solipsista sin i? pse.
Kafka fue un a? vido lector de Ki? erkegaard, pero con la filosoffa
existencial coincide so? lo en el tema de las <<existencias aniquiladas>>.
El surrealismo rompe la promesse du bonbeur. Sacrifica la apariencia de felicidad que toda forma integral crea al pensamiento de su verdad.
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225
? ? 144
Flauta ma? gica. - A q uella ideologi? a culturalmente conservadora que simplisramente contrapone arte e ilustracio? n es falsa tambie? n en el sentido de que ignora el momento de ilustracio? n en la ge? nesis de lo bello. La ilustracio? n no disuelve sin ma? s todas las cualidades inherentes a lo bello, porque parte de la admisio? n de la cualidad misma de lo bello. La satisfaccio? n desinteresada que, segu? n Kant, producen las obras de arte, so? lo puede entenderse a trave? s de una antite? tica histo? rica que continu? a vibrando en todo objeto este? tico. Lo que se contempla desinteresadamente causa satisfaccio? n porque una vez atendio? a un intere? s extremo, que precisamente lo alejaba de toda contemplacio? n. Esta es un triunfo ma? s de la eutodisciplina ilustrada. El oro y las piedras preciosas, en cuya percepcio? n la belleza y e! lujo au? n se hallan i? ndiferenclados, eran venerados como poseedores de un poder ma? gico. La luz que reflejan era su esencia. Cualquier cosa que recibiese aquella luz cedi? a a su hechizo. De e? l se sirvio? el primitivo dominio sobre la naturaleza. Este vei?
a en ellos instrumentos para influir sobre el curso del mundo con un poder arrebatado al propio mundo. El encantamiento se basaba
en una ilusio? n de omnipotencia. Tal ilusio? n se desvanecio? con la autoilusrracie? n del espi? ritu, pero el encantamiento pervivio? como poder de las cosas resplandecientes sobre los hombres, ante las cuales antan? o se estremeci? an y cuyos ojos permanecen bajo el he- chizo de tal estremecimiento incluso despue? s de haberse adivinado entre si? su afa? n de sen? ori? o. La contemplaci o? n, en cuanto resto de la adoracio? n fetichista, constituye II la vez un avance en su supera- ci o? n. Al perder los objetos resplandecientes su virtud ma? gica, al renunciar en cierto modo al poder que el sujeto les atribui? a y con cuya ayuda intentaba ejercerlo e? l mismo, se transforman en figuras carentes de poder , en promesa de una felicidad que gozo? del domi- nio sobre la naturaleza. Tal es la prehistoria del lujo, traspasada al sentido de todo arte. En la magia de lo que se descubre como impotencia absoluta, la de lo bello, perfecto y nulo a un tiempo, la apariencia de omnipotencia se refleja negativamente como espe- ranza. Ha huido de roda prueba de poder. La total ausencia de finalidad desautoriza la totalidad de los fines en el mundo de! dominio, y so? lo en virtud de tal negacio? n, que 10 existente intro- duce en su propio principio racional como una consecuencia suya, la sociedad existente ha ido cobrando hasta nuestros di? as concien- cia de otra sociedad posible. La beatitud de la contemplaci6n se
basa en el encantamiento desencantado. Lo que resplandece es la reconciliacio? n del mito.
145
Figura arli? stica. -A los desprevenidos los espanta la acumu- lacio? n de objetos caseros horrendos por su parentesco con las obras de arte. Hasta el pisapapeles scmiesferoidal de vidrio que muestra en su interior un paisaje de abetos con la inscripcio? n <<Recuerdo de? : Bad WildungenlDo hace recordar la Campin? a de Srif. ter, y e! poli? cromo enano del jardi? n a algu? n sujeto de BaIzac o de Dickcns. De la apariencia este? tica no son culpables ni los motivos como tales ni el parecido abstracto. Ma? s bien sucede que la exis- tencia de esos trastos expresa de forma necia y sin rebozo el triunfo que supone el que los hombres consigan sacar de si? mismos a la luz una porcio? n de algo a lo que, de otro modo, estari? an pe- nosamente condenados y romper simbo? licamente la coercio? n de la adaptacio? n creando ellos mismos lo que los espanta; y un eco de ese mismo triunfo es el que se deja oi? r en las obras ma? s grandes, que se lo niegan a sf mismas presumiendo de una identidad pura sin relacio? n con lo imitado. En uno y airo caso se celebra la liber- red frente a la naturaleza, pero se permanece en ella mi? ticemenre sobrecogido. Lo que manteni? a al hombre en el horror se convierte en cosa propia y disponible. Los cuadros y los cuadritos tienen de comu? n e! hacer domen? ables los cuadros primitivos. La ilustracio? n de <<l/eatomme>> en el libro es un de? ja vu; la Heroica, lo mismo que la gran filosofi? a, representa la idea como proceso total, pero como si e? ste fuese inmediato y presente a los sentidos. En defini- tiva la indignacio? n que provoca el kitsch es la furia contra el he- cho de que se regodee en la felicidad de la imitacio? n, que con el tiempo ha sido signada como tabu? , mientras la fuerza de las obras de arte todavi? a sigue alimenta? ndose secretamente de la imitacio? n. Lo que escapa a la condena de la existencia, a los fines de la mis. ma, no es so? lo lo mejor, que eleva su protesta, sino tambie? n lo incapaz de autoai? irmaci? on, lo estu? pido. Y su estupidez se hace mayor cuanto ma? s hace el arte auto? nomo de su auroeflrmaci e? n su- perada y supuestamente inocente un i? dolo frente a la real, culpa- ble y despo? tica. En cuanto la instancia subjetiva se presenta como efectiva salvacio? n del sentido objetivo, se convierte en falsa. De esto la acusa el kitsch; la mentira de e? ste no consiste en fingir la verdad. Se atrae todas las animadversiones porque divulga el se-
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227
? ? ? ? ? ? cretc del arte mas algo del parentesco de la cultura con los salvajes. Toda obra de arte tiene su contradiccio? n insoluble en la <<finalidad sin fin>> con la que Kant deflofa lo este? tico, en el hecho de que
representa la apoteosis del hacer, de la capacidad de dominar la na- turaleza, que se afirma como absoluta, carente de finalidad y en si? , cual creacio? n de una segunda naturaleza, cuando el hacer mismo, y ma? s au? n la aureola del arte-facto, es a la vez inseparable de aquella racionalidad de los fines de la que el arte pretende arran- carse. La contradiccio? n entre lo hecho y lo existente es el ele- mento vital del arte y engloba la ley de su desarrollo, mas tambie? n es su miseria: al seguir, aun de forma mediada, el esquema pre- viamente existente de la produccio? n material y tener que <<hacer>> sus objetos, no puede eludir, en tanto que se asemeja a ella, la cuestio? n del para que? , cuya negacio? n precisamente const ituye su finalidad. Cuanto ma? s se aproxima el modo de produccio? n del ar- tefacto a la produccio? n material en masa, tanto ma? s ingenuamente suscita aquella mortal cuestio? n. Pero las obras de arte tratan de silenciarla. <<Lo perfecto>>, en palabras de Nietzsche, <<no debe nunca alcanzarse>> (Menschliches, Alhumenschliches, I, aforo 145), esto es, no debe aparecer como algo hecho. Sin embargo, cuanto
ma? s consecuentemente se distancia de la perfeccio? n del hacer, tanto ma? s fra? gil ha de tornarse necesariamente su propia existencia he- cha: el esfuerzo infinito por borrar la huella del hacer estropea las obras de arte condena? ndolas a existir fragmentariamente. Tras la disolucio? n de la magia, el arte se empen? o? en transmitir la heren- cia de las ima? genes. Pero s610 puede entregarse a esa obra en virtud del mismo principio que destruyo? las ima? genes: el radical de su nombre griego es el mismo que el de la palabra <<te? cnica>>. Su parado? jica complicaci o? n en el proceso civilizatorio lo hace entrar en conflicto con su propia idea. Los arquetipos que hoy di? a el cine y la cancio? n de moda esta? n creando para la obliterada. in. tuici6n propia de la fase del industrialismo tardi? o no es que liquiden el arte, es que sacan a la luz con ostentosa imbecilidad la ilusio? n que ya en las obras de arte primigenias vivi? a amurallada y que au? n le confiere su poder a las ma? s maduras. El despuntar del final ilumina chillonamente el engan? o del origen. - Las posibilidades y las limi-
raciones del arte france? s radican en que e? ste nunca se desprendio? completamente de la vanidad de hacer pequen? as fi? guras; con ello se diferencia netamente del alema? n en que no reconoce el con- cepto del kitsch. En mu? ltiples de sus manifestaciones ma? s signi- ficativas echa una mirada condescendiente a lo que simplemente agrada por estar hecho con destreza: lo sublime arti? stico se man-
tiene en la vida sensual por un momento de inofensiva complacen. ele en lo bien [ait. Mientras de ese modo se renuncia a la preten- sio? n absoluta de Jo perfecto, que nunca llega a serlo, a la dlele? c- tica de la verdad y la apariencia, al propio tiempo se evita la falsedad de lo que Haydn llamaba los <<grandes mongoles>>, que, no queriendo apreciar nada de la gracia de hombrecillos y figurillas, caen en el fetichismo tratando de expulsar los fetiches. El gusto es la capacidad de equilibrar en el arte la contradiccio? n entre lo hecho y la apariencia de lo inacabado; pero las verdaderas obras de arte, jama? s acordes con el gusto, son las que acentu? an al ma? ximo aquella contradiccio? n y llegan a ser lo que son pereciendo en ella.
146
Lon;a. -En una sorprendente anotacio? n de su diario, Hebbel deja caer la pregunta de que? es lo que, <<con el paso de los an? os, resta a la vida su encanto>>. <<y es que en todas las mun? ecas visto- sas, cuando quedan desvencijadas vemos el mecanismo por el que se las mueve, y, II causa de ello, la estimulante variedad del mun- do se diluye en una insi? pida uniformidad. Cuando un nin? o ve actuar a los volatineros, tocar a los mu? sicos, traer el agua a las mucha- chas y rodar a los carruajes, piensa que todo eso acontece por el puro placer y alegri? a de hacerlo; no puede imaginarse que esa gente tambie? n come y bebe, se va a la cama y se levanta. Pero nosotros sabemos cua? l es la realidad. >> Todo es por la ganancia, que se apodera de todas esas actividades como simples medios y las reduce por igual a tiempo abstracto de trabajo. La calidad de las cosas se sale de su esencia para convertirse en el feno? meno con- tingente de su valor. La <<forma equiva lente >> distorsiona todas las percepciones: aquello donde ya no resplandece la luz de la propia determinacio? n como <<placer de hacerlo>> palidece ante los ojos. Los o?
cio? n a los inexorables principios constructivos que maduraron en la articulacio? n de la regularidad tonal. En los ritmos libres hablan las ruinas de las primorosas estrofas antiguas no sujetas a la rima. Estos parecen a las lenguas nuevas extran? os, y en virtud de esa extran? eza sirven a la expresio? n de todo lo que no se agota en la comunicacio? n. Pero ceden irremediablemente a la marea de las lenguas en los que esta? n compuestos. So? lo de modo fragmentario, en medio del reino de la comunicacio? n y sin que ningu? n albedri? o los separe de e? l, implican distancia y estilizacio? n - de inco? gnito y sin privilegios- hasta en una li? rica como la de Trakl, donde las olas del suen? o anegan los desvalidos versos. No en vano fue la e? poca de los ritmos libres la de la Revolucio? n francesa, la de! em- pate entre la dignidad y la igualdad humanas. ? Pero no se asimila el procedimiento consciente de tales versos a la ley a que obedece el lenguaje en general en su historia inconsciente? ? No es toda prosa elaborada propiamente un sistema de ritmos libres, el in-
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? ? ? rento de llegar a un ajuste entre el ma? gico encantamiento de lo absoluto y la negacio? n de su apariencia, un esfuerzo del espi? ritu dirigido a salvar el poder metafi? sico de la expresio? n procediendo a su secularizacio? n? Si ello es asi? , arrojari? a un rayo de esperanza sobre el trabajo de Si? sifo que todo escritor en prosa toma sobre si? desde que la desmitificacio? n se convirtio? en destruccio? n del len- guaje mismo. El quijotismo literario se ha tornado un imperativo porque todo peri? odo textual contribuye a decidir si el lenguaje como tal estaba desde los tiempos primitivos ambiguamente a mero ced de la explotacio? n y la mentira consagrada que In acompan? aba o si iba preparando el texto sagrado al tiempo que desestimaba el elemento sacral del que vivi? a. El asce? tico enclaustramiento en la prosa frente al verso no es sino la evocacio? n del canto.
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In nuce. -La misio? n del arte hoy es introducir el caos en el
orden.
La productividad arti? stica es la capacidad de lo arbitrario
(Wil/ku? r) dentro de lo maquinal (unwi//ku? rlich).
El arte es magia liberada de la mentira de ser verdad.
Si las obras de arte realmente descienden de los fetiches, ? pue- de reproch e? rseles a los artistas el que se comporten respecto a sus productos de manera un tanto fetichista?
La forma arti? stica que, como representacio? n de la idea, desde los tiempos ma? s antiguos reclama para si? la suprema espiritualiza- cio? n, el drama, esta? a la vez, en virtud de sus supuestos ma? s Intimes, inexorablemente dirigida a un pu? blico.
Si, como dice Benjamin, en la pintura y la escultura el mudo lenguaje de las cosas aparece traducido a otro superior, pero simi- lar, entonces puede admitirse con respecto a la mu? sica que ella salva al nombre como puro sonido, mas al precio de separarlo de las cosas.
Acaso el concepto estricto y puro del arte so? lo quepa extraer- lo de la mu? sica, por cuanto que en la gran literatura y la gran
pintura - la grande precisamente- hay impli? cito un componente material que desborda la jurisdiccio? n este? tica sin quedar disuelto en la autonomi? a de la forma. Cuanto ma? s profunda y consecuente es la este? tica, menos adecuada es para dar cuenta, por ejemplo, de las novelas ma? s significativas del siglo XIX. Hegel percibio? este intere? s en su pole? mica cont ra Kant .
La creencia propagada por los este? ticos de que la obra de arte hay que entenderla puramente desde si? misma como objeto de in- tuicio? n inmediata, carece de soste? n. Su limitacio? n no esta? sola- mente en los presupuestos culturales de una creacio? n, en su <<len- guaje>>, que so? lo el iniciado puede asimilar. Porque incluso cuando no aparecen dificultades en ese orden, la obra de arte exige algo me? s que el abandonarse a ella. El que llega a encontrar bello el <<murcie? lago>> tiene que saber lo que es el <<murcie? lago>>: tuvo que haberle explicado su madre que no se trata del animal vola- dor, sino de un disfraz; tiene que recordar que una vez le dijo: ma- n? ana podra? s vestirte de murcie? lago. Seguir la tradicio? n significaba experimentar la obra arti? stica como algo aprobado, vigente; Pet- ticipar en ella de las reacciones de todos los que la vieron con anterioridad. Cuando ello se acaba, la obra aparece en toda su desnudez con sus imperfecciones. El acto pasa del ritual a la idio- tez, y la mu? sica de constituir un canon de evoluciones con sentido a volverse rancia e insi? pida. Entonces ya no es tan bella. En esto basa la cultura de masas su derecho a la adaptacio? n, La debilidad
de toda cultura tradicional arrancada de su tradicio? n proporciona el pretexto para mejorarla, y de ese modo estropearla ba? rbaramente.
Lo consolador de las grandes obras de arte esta? menos en lo que dicen que en el hecho de que consiguieran arrancarse de la existencia. La esperanza esta? , primordialmente, en los que no ha- llan consuelo.
Kafka: el solipsista sin i? pse.
Kafka fue un a? vido lector de Ki? erkegaard, pero con la filosoffa
existencial coincide so? lo en el tema de las <<existencias aniquiladas>>.
El surrealismo rompe la promesse du bonbeur. Sacrifica la apariencia de felicidad que toda forma integral crea al pensamiento de su verdad.
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Flauta ma? gica. - A q uella ideologi? a culturalmente conservadora que simplisramente contrapone arte e ilustracio? n es falsa tambie? n en el sentido de que ignora el momento de ilustracio? n en la ge? nesis de lo bello. La ilustracio? n no disuelve sin ma? s todas las cualidades inherentes a lo bello, porque parte de la admisio? n de la cualidad misma de lo bello. La satisfaccio? n desinteresada que, segu? n Kant, producen las obras de arte, so? lo puede entenderse a trave? s de una antite? tica histo? rica que continu? a vibrando en todo objeto este? tico. Lo que se contempla desinteresadamente causa satisfaccio? n porque una vez atendio? a un intere? s extremo, que precisamente lo alejaba de toda contemplacio? n. Esta es un triunfo ma? s de la eutodisciplina ilustrada. El oro y las piedras preciosas, en cuya percepcio? n la belleza y e! lujo au? n se hallan i? ndiferenclados, eran venerados como poseedores de un poder ma? gico. La luz que reflejan era su esencia. Cualquier cosa que recibiese aquella luz cedi? a a su hechizo. De e? l se sirvio? el primitivo dominio sobre la naturaleza. Este vei?
a en ellos instrumentos para influir sobre el curso del mundo con un poder arrebatado al propio mundo. El encantamiento se basaba
en una ilusio? n de omnipotencia. Tal ilusio? n se desvanecio? con la autoilusrracie? n del espi? ritu, pero el encantamiento pervivio? como poder de las cosas resplandecientes sobre los hombres, ante las cuales antan? o se estremeci? an y cuyos ojos permanecen bajo el he- chizo de tal estremecimiento incluso despue? s de haberse adivinado entre si? su afa? n de sen? ori? o. La contemplaci o? n, en cuanto resto de la adoracio? n fetichista, constituye II la vez un avance en su supera- ci o? n. Al perder los objetos resplandecientes su virtud ma? gica, al renunciar en cierto modo al poder que el sujeto les atribui? a y con cuya ayuda intentaba ejercerlo e? l mismo, se transforman en figuras carentes de poder , en promesa de una felicidad que gozo? del domi- nio sobre la naturaleza. Tal es la prehistoria del lujo, traspasada al sentido de todo arte. En la magia de lo que se descubre como impotencia absoluta, la de lo bello, perfecto y nulo a un tiempo, la apariencia de omnipotencia se refleja negativamente como espe- ranza. Ha huido de roda prueba de poder. La total ausencia de finalidad desautoriza la totalidad de los fines en el mundo de! dominio, y so? lo en virtud de tal negacio? n, que 10 existente intro- duce en su propio principio racional como una consecuencia suya, la sociedad existente ha ido cobrando hasta nuestros di? as concien- cia de otra sociedad posible. La beatitud de la contemplaci6n se
basa en el encantamiento desencantado. Lo que resplandece es la reconciliacio? n del mito.
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Figura arli? stica. -A los desprevenidos los espanta la acumu- lacio? n de objetos caseros horrendos por su parentesco con las obras de arte. Hasta el pisapapeles scmiesferoidal de vidrio que muestra en su interior un paisaje de abetos con la inscripcio? n <<Recuerdo de? : Bad WildungenlDo hace recordar la Campin? a de Srif. ter, y e! poli? cromo enano del jardi? n a algu? n sujeto de BaIzac o de Dickcns. De la apariencia este? tica no son culpables ni los motivos como tales ni el parecido abstracto. Ma? s bien sucede que la exis- tencia de esos trastos expresa de forma necia y sin rebozo el triunfo que supone el que los hombres consigan sacar de si? mismos a la luz una porcio? n de algo a lo que, de otro modo, estari? an pe- nosamente condenados y romper simbo? licamente la coercio? n de la adaptacio? n creando ellos mismos lo que los espanta; y un eco de ese mismo triunfo es el que se deja oi? r en las obras ma? s grandes, que se lo niegan a sf mismas presumiendo de una identidad pura sin relacio? n con lo imitado. En uno y airo caso se celebra la liber- red frente a la naturaleza, pero se permanece en ella mi? ticemenre sobrecogido. Lo que manteni? a al hombre en el horror se convierte en cosa propia y disponible. Los cuadros y los cuadritos tienen de comu? n e! hacer domen? ables los cuadros primitivos. La ilustracio? n de <<l/eatomme>> en el libro es un de? ja vu; la Heroica, lo mismo que la gran filosofi? a, representa la idea como proceso total, pero como si e? ste fuese inmediato y presente a los sentidos. En defini- tiva la indignacio? n que provoca el kitsch es la furia contra el he- cho de que se regodee en la felicidad de la imitacio? n, que con el tiempo ha sido signada como tabu? , mientras la fuerza de las obras de arte todavi? a sigue alimenta? ndose secretamente de la imitacio? n. Lo que escapa a la condena de la existencia, a los fines de la mis. ma, no es so? lo lo mejor, que eleva su protesta, sino tambie? n lo incapaz de autoai? irmaci? on, lo estu? pido. Y su estupidez se hace mayor cuanto ma? s hace el arte auto? nomo de su auroeflrmaci e? n su- perada y supuestamente inocente un i? dolo frente a la real, culpa- ble y despo? tica. En cuanto la instancia subjetiva se presenta como efectiva salvacio? n del sentido objetivo, se convierte en falsa. De esto la acusa el kitsch; la mentira de e? ste no consiste en fingir la verdad. Se atrae todas las animadversiones porque divulga el se-
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? ? ? ? ? ? cretc del arte mas algo del parentesco de la cultura con los salvajes. Toda obra de arte tiene su contradiccio? n insoluble en la <<finalidad sin fin>> con la que Kant deflofa lo este? tico, en el hecho de que
representa la apoteosis del hacer, de la capacidad de dominar la na- turaleza, que se afirma como absoluta, carente de finalidad y en si? , cual creacio? n de una segunda naturaleza, cuando el hacer mismo, y ma? s au? n la aureola del arte-facto, es a la vez inseparable de aquella racionalidad de los fines de la que el arte pretende arran- carse. La contradiccio? n entre lo hecho y lo existente es el ele- mento vital del arte y engloba la ley de su desarrollo, mas tambie? n es su miseria: al seguir, aun de forma mediada, el esquema pre- viamente existente de la produccio? n material y tener que <<hacer>> sus objetos, no puede eludir, en tanto que se asemeja a ella, la cuestio? n del para que? , cuya negacio? n precisamente const ituye su finalidad. Cuanto ma? s se aproxima el modo de produccio? n del ar- tefacto a la produccio? n material en masa, tanto ma? s ingenuamente suscita aquella mortal cuestio? n. Pero las obras de arte tratan de silenciarla. <<Lo perfecto>>, en palabras de Nietzsche, <<no debe nunca alcanzarse>> (Menschliches, Alhumenschliches, I, aforo 145), esto es, no debe aparecer como algo hecho. Sin embargo, cuanto
ma? s consecuentemente se distancia de la perfeccio? n del hacer, tanto ma? s fra? gil ha de tornarse necesariamente su propia existencia he- cha: el esfuerzo infinito por borrar la huella del hacer estropea las obras de arte condena? ndolas a existir fragmentariamente. Tras la disolucio? n de la magia, el arte se empen? o? en transmitir la heren- cia de las ima? genes. Pero s610 puede entregarse a esa obra en virtud del mismo principio que destruyo? las ima? genes: el radical de su nombre griego es el mismo que el de la palabra <<te? cnica>>. Su parado? jica complicaci o? n en el proceso civilizatorio lo hace entrar en conflicto con su propia idea. Los arquetipos que hoy di? a el cine y la cancio? n de moda esta? n creando para la obliterada. in. tuici6n propia de la fase del industrialismo tardi? o no es que liquiden el arte, es que sacan a la luz con ostentosa imbecilidad la ilusio? n que ya en las obras de arte primigenias vivi? a amurallada y que au? n le confiere su poder a las ma? s maduras. El despuntar del final ilumina chillonamente el engan? o del origen. - Las posibilidades y las limi-
raciones del arte france? s radican en que e? ste nunca se desprendio? completamente de la vanidad de hacer pequen? as fi? guras; con ello se diferencia netamente del alema? n en que no reconoce el con- cepto del kitsch. En mu? ltiples de sus manifestaciones ma? s signi- ficativas echa una mirada condescendiente a lo que simplemente agrada por estar hecho con destreza: lo sublime arti? stico se man-
tiene en la vida sensual por un momento de inofensiva complacen. ele en lo bien [ait. Mientras de ese modo se renuncia a la preten- sio? n absoluta de Jo perfecto, que nunca llega a serlo, a la dlele? c- tica de la verdad y la apariencia, al propio tiempo se evita la falsedad de lo que Haydn llamaba los <<grandes mongoles>>, que, no queriendo apreciar nada de la gracia de hombrecillos y figurillas, caen en el fetichismo tratando de expulsar los fetiches. El gusto es la capacidad de equilibrar en el arte la contradiccio? n entre lo hecho y la apariencia de lo inacabado; pero las verdaderas obras de arte, jama? s acordes con el gusto, son las que acentu? an al ma? ximo aquella contradiccio? n y llegan a ser lo que son pereciendo en ella.
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Lon;a. -En una sorprendente anotacio? n de su diario, Hebbel deja caer la pregunta de que? es lo que, <<con el paso de los an? os, resta a la vida su encanto>>. <<y es que en todas las mun? ecas visto- sas, cuando quedan desvencijadas vemos el mecanismo por el que se las mueve, y, II causa de ello, la estimulante variedad del mun- do se diluye en una insi? pida uniformidad. Cuando un nin? o ve actuar a los volatineros, tocar a los mu? sicos, traer el agua a las mucha- chas y rodar a los carruajes, piensa que todo eso acontece por el puro placer y alegri? a de hacerlo; no puede imaginarse que esa gente tambie? n come y bebe, se va a la cama y se levanta. Pero nosotros sabemos cua? l es la realidad. >> Todo es por la ganancia, que se apodera de todas esas actividades como simples medios y las reduce por igual a tiempo abstracto de trabajo. La calidad de las cosas se sale de su esencia para convertirse en el feno? meno con- tingente de su valor. La <<forma equiva lente >> distorsiona todas las percepciones: aquello donde ya no resplandece la luz de la propia determinacio? n como <<placer de hacerlo>> palidece ante los ojos. Los o?
